El Padre de las Aguas, el Mississipi, el río más extenso del mundo, fue el digno teatro de ese incomparable canalla. (Álvarez de Pineda lo descubrió y su primer explorador fue el capitán Hernando de Soto, antiguo conquistador del Perú, que distrajo los meses de prisión del Inca Atahualpa, enseñándole el juego del ajedrez. Murió y le dieron por sepultura sus aguas.)
El Mississipi es río de pecho ancho; es un infinito y oscuro hermano del Paraná, del Uruguay, del Amazonas y del Orinoco. Es un río de aguas mulatas; más de cuatrocientos millones de toneladas de fango insultan anualmente el Golfo de Méjico, descargadas por él. Tanta basura venerable y antigua ha construido un delta, donde los gigantescos cipreses de los pantanos crecen de los despojos de un continente en perpetua disolución, y donde laberintos de barro, de pescados muertos y de juncos, dilatan las fronteras y la paz de su fétido imperio. Más arriba, a la altura de Arkansas y del Ohío, se alargan tierras bajas también. Las habita una estirpe amarillenta de hombres escuálidos, propensos a la fiebre, que mirán con avidez las piedras y el hierro, porque entre ellos no hay otra cosa que arena y leña y agua turbia.

Jorge Luis Borges
«Historia universal de la infamia» (1935)